En cuanto a la prostitución, ésta era legal y casi esclavista. En el período Edo los burdeles fueron confinados por el gobierno a “barrios de placer”, bajo normas muy estrictas. Cada barrio fue rodeado por un alto muro; las mujeres comunes no podían visitar estos sitios, pero a las prostitutas se les hizo virtualmente imposible abandonarlos. Estaban condenadas prácticamente a ser esclavas sexuales y les pertenecían a los dueños de los burdeles, pues éstos las obligaban a firmar contratos terribles. La extrema pobreza hacía que las familias vendiesen a sus hijas a los prostíbulos para poder pagar deudas o tener un ingreso adicional, y muchas vivían allí desde niñas y empezaban a trabajar al llegar a la pubertad. Cantidad de prostitutas morían jóvenes, a menudo por complicaciones de abortos o suicidándose.
Los clientes más asiduos fueron los comerciantes, pues a pesar de que socialmente eran de clase baja, su dinero los convertía al mismo tiempo en una clase rica; ocurría a veces que alguno se enamoraba locamente de su prostituta favorita y la visitaba a menudo, pero esto significaba una transgresión a la jerarquía social. La mayoría no podía correr riesgos de esta índole, ni tampoco pagar por la libertad de su amada, y las prostitutas tomaron la horrible costumbre de automutilarse para demostrar su amor por el cliente. Se quitaban las uñas y los dedos y se los mandaban a sus amantes, y esta costumbre era una extrema violación a los tabúes confucianos de entonces, que prohibía expresamente la mutilación corporal. Esto devino en juramentos sangrientos de amor, y se convirtió en el shinju, o suicidio amoroso de ambos amantes.
Podían desnudar a los delincuentes y obligarlos a sentarse en público, incluso hasta tres días, y si bien la ejecución estaba reservada a los delitos más graves, una persona podía ser crucificada o condenada a la decapitación. Si era un samurái, se le ordenaba el seppuku.
Como la jerarquía social era promovida desde el mismo estado, los campesinos fueron tratados muy duramente para evitar la movilidad social: sólo podían mudarse a otro pueblo después de obtener el okurijo, una licencia especial; se les prohibía escribir sus apellidos en los documentos oficiales, se les indicaba estrictamente cómo debían vestir y eran obligados a mostrar el mayor respeto a los samuráis.
Se practicaba el irefuda, que era un sistema legal aplicado en casos sin resolver: los vecinos podían votar por quien ellos pensaran que era el delincuente y quien recibiera más votos iba a la cárcel; cualquiera que defendiera a este “acusado” o no participara en la votación podría ser arrestado.
Y existía aún otra forma, el rakushogisho, que era una acusación escrita y anónima dejada en la puerta de los santuarios. Los campesinos odiaban el irefuda, pero preferían el rakushogisho, pues con él podían acusar a funcionarios públicos de corrupción.
Pero en cambio, hubo concursos de poesía en los que participaban activamente los campesinos, y se volvió un juego muy popular llamado hokku (“a partir de un verso”), del cual se desarrolló un género poético, el haikai, que fue un horror para los poetas y los nobles educados, pues parecía que todos podían componer poesía. Tan populares fueron estos concursos que uno de ellos, celebrado en Kioto en el siglo XVII, llegó a tener más de 10.000 participantes. Tsuboi Gohei, un poeta y líder popular, llegó a escribir en su diario: “el haikai ha llegado al punto en el que todos en el país lo están jugando, mujeres, niños e incluso bandidos de las montañas”.
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