En un remoto lugar del Japón vivía un picapedrero llamado Isogai. No ganaba mucho dinero, sólo lo suficiente para vivir y para mantener a su familia. Un día, al volver del trabajo muy cansado, se quedó profundamente dormido y comenzó a soñar. Se imaginó en la cantera, picando un gran bloque de piedra, mientras por el camino cercano pasaba el emperador montado en una carroza toda de oro. Y deseó ser el emperador. Y así fue: en un instante se vio subido a la carroza y vestido con vestiduras de oro. Pero pronto las cosas cambiaron: hacía un sol abrumador, no corría nada de aire y comenzó a ahogarse por el calor y el sudor.
Entonces, mirando al sol y su potencia, deseó ser el sol. Y así fue: de repente se vio en lo alto del cielo iluminando toda la tierra con su luz.
O, al menos así creía, pues pronto vio como un cúmulo de nubes le impedía difundir su luz; y se vio impotente ante ellas.
Intentó esquivarlas por uno y otro lado, pero no consiguió nada. Entonces, no contento con esto, deseó ser una nube.
Y así fue: comenzó a moverse por el aire con la satisfacción de ser capaz de tapar al sol y oscurecerlo. Y vio que también tenía fuerza con el agua que albergaba para empapar la tierra. Y se sintió orgulloso de su potencia.
Pero después, mirando hacia abajo, vio un río que con la fuerza de su caudal arrasaba las tierras e iba a desembocar al mar.
Entonces, envidiando su potencia, deseó ser un río desbordado. Y así fue: en un instante se convirtió en una fortísima corriente de agua que lo arrastraba todo. Y volvió a sentirse satisfecho de sí mismo. Pero de repente se encontró en una orilla una enorme roca, que el agua no conseguía mover ni un milímetro. Y, a pesar de toda la fuerza con que la embistió una y otra vez, la roca no se movió.
Estando en éstas, bastante desanimado, vio como se acercaba un hombrecito, que con un pequeño pico fue minando la roca hasta conseguir romperla en varios trozos. Entonces Isogai se despertó. Al día siguiente volvió a su trabajo en la cantera, alegre por su poder y su fuerza.
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