Hace mucho un
viejo leñador que vivía en una pequeña aldea a la orilla de un gran bosque
salió por la mañana a cortar unos árboles. Cuando estaba a medio camino observó
un pequeño perro blanco que estaba tumbado a la vera del sendero. El animal
estaba muy delgado y no tardaría mucho tiempo en morir de hambre y de frío. El
leñador lo cogió en sus manos, lo puso tiernamente en el regazo ,
se volvió a casa y se lo mostró a su mujer.
—¡Pobre perrito!
—exclamó ella enternecida—. ¿Quién ha podido ser tan cruel contigo?. El pequeño
había sufrido malos tratos del detestable viejo que vivía en el campo de al
lado, así que sintiendo lástima por él, el hombre decidió quedárselo ¡Y qué
inteligente pareces ser con tus claros y brillantes ojos y tus orejas vivas y
alertas! Nosotros te cuidaremos. Sé pusieron enseguida a curarlo y, con sus cariñosos
cuidados, el perro sanó: sus ojos brillantes resplandecían, sus orejas se
enderezaban al más mínimo ruido, su hocico estaba siempre moviéndose con
curiosidad y su pelo se cubrió de tal blancura que la anciana pareja lo llamaba
Shiro, que significa blanco. Y como los ancianos no tenían hijos, Shiro fue tan
querido para ellos como un hijo y el animal los seguía adonde quiera que iban.
Cuando
el vecino se enteró, fue a verle y le pidió que le dejara a Shiro. Cogió al
animal por el pescuezo y le obligó a indicarle dónde tenían que cavar él para volverse ricostambién. Asustado, los llevó hasta la montaña, y
allí les señaló un lugar en medio de llantos . El viejo avaricioso empezó a quitar la tierra, pero en vez de monedas sólo salieron bichos y
serpientes, así que enfadado por el engaño del perro, lo mato allí mismo.
—Shiro, mi pobre
Shiro, ¡qué cosa tan terrible te ha ocurrido! ¿Podrás perdonarme mi cruel error?
Los ancianos amables se apenaron mucho por
la muerte de su querido Shiro y decidieron hacerle un altar. Curiosamente, en
el lugar donde enterraron al animal creció un pequeño brote, que al día
siguiente se había convertido ya en un árbol enorme. El hombre recordó que a su
amigo le gustaban los pastelillos de arroz, así que decidió hacer algunos para
ofrendarlos a la tumba. Taló el árbol que había aparecido y con él hizo un
mortero en el que preparar la pasta. Sin embargo, ocurrió algo extraordinario:
cada vez que golpeaba el arroz con la maza, salían monedas de oro.
De nuevo, el vecino avaricioso les arrebató el mortero para enriquecerse él también, pero al descubrir que de los mochis que él preparaba no salían tesoros, sino desperdicios, en otro arranque de ira quemó el mortero hasta dejarlo reducido a cenizas.
El anciano amable se quedó destrozado. Recogió las cenizas, las metió en una caja y se la llevó apenado hasta su casa. Decidió que usaría los restos para abonar el campo y cultivar unos rábanos que le gustaban mucho a Shiro, así que a la mañana siguiente, repartió las cenizas. El viento las llevó hasta un árbol muerto que había cerca, que de pronto se convirtió en un exuberante cerezo en flor.
El hombre, maravillado, echó el resto de
cenizas junto a otros árboles marchitos de la zona, que se convirtieron también
en hermosos cerezos. La historia de este milagro llegó pronto a la ciudad y a
oídos del propio señor de la comarca, que exigió verle para comprobar el
milagro. El anciano le mostró cómo rejuvenecía los árboles de la ciudad,
dejando perplejo al noble señor. Muy contento, decidió recompensarle por su
habilidad y por haber dejado tan bonitas las calles. En ese momento apareció el
odioso vecino, quien portando los restos que aún quedaban en el brasero, se
dispuso a hacer lo mismo. Sin embargo, al lanzar las cenizas no cayeron junto a
los árboles, sino que volaron hasta los ojos del señor feudal, quien muy
irritado ordenó encerrarlo en prisión.
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