lunes, 21 de marzo de 2016
LEYENDA JAPONESA DE LA SEMANA EL TRASGO DE ADACHIGAHARA
"En la provincia japonesa de Mutsu había, hace mucho tiempo, una planicie llamada Adachigahara. Decía la gente que habitaba aquel paraje un trasgo antropófago que tomaba la forma de una vieja. De vez en cuando desaparecía algún viajero y ya no se le volvía a ver. Las comadres que se reunían en torno a los lavaderos por las tardes y las muchachas que limpiaban el arroz en las fuentes por la mañana, contaban espantosas historias de los desaparecidos, atraídos a la cabaña del trasgo y devorados, ya que sólo se alimentaba de carne humana.
Nadie osaba acercarse a la guarida del trasgo después de oscurecer, y aun durante el día procuraban alejarse, siendo advertidos todos los viajeros del peligro que corrían por aquellas temidas cercanías.
Un día, al oscurecer, llegó un sacerdote a la planicie. Era un viajero trasnochador y sus hábitos indicaban a un peregrino budista que iba de santuario en santuario a rezar en busca de la santidad o del perdón de sus pecados. Se había extraviado y, como era ya de noche, no encontró a nadie que pudiera mostrarle el camino o advertirle el peligro de aquellos parajes.
Después de caminar todo el día estaba cansado y hambriento, y la noche de otoño era fría, de modo que tenía prisa por encontrar un albergue donde pasar la noche. Se encontró solo en mitad de la planicie y en vano miraba a todos lados en busca de un techo.
Por fin, después de errar varias horas, distinguió a lo lejos un grupo de árboles y vislumbró entre el follaje un débil rayo de luz. Y exclamó con gozo:
—¡Ah! Sin duda encontraré allí una cabaña donde pasar la noche.
Guiándose por la luz, dirigió sus cansados y doloridos pies hacia aquel lugar con toda la rapidez que le fue posible y no tardó en llegar a una mísera cabaña. Al acercarse, vió que estaba en pésimas condiciones, que la empalizada de bambú estaba rota y las hierbas y malezas lo invadían todo. Los biombos de papel que servían de ventanas, estaban agujereados y los maderos de la casa se doblaban de viejos y apenas podían sostener el techo. Se abrió la puerta de aquella choza y salió una vieja a mirar, a la luz de una linterna.
Desde la empalizada la llamó el peregrino diciendo:
—¡O Baa San (mujer anciana) buenas noches! ¡Soy un caminante! Perdóname, pero ando extraviado y no sé qué hacer, pues no tengo dónde descansar esta noche. Te ruego que tengas la bondad de permitirme pasarla bajo tu techo.
La vieja salió de la choza y se acercó al intruso.
—Lo siento por ti. Ha sido un gran contratiempo hallarte extraviado en un lugar tan desierto. Desgraciadamente no puedo darte albergue, pues no tengo cama que ofrecerte y no está la choza en condiciones para recibir a un huésped.
—Eso poco importa —dijo el sacerdote—. No quiero más que un techo bajo el cual pasar la noche y, si me haces el favor de dejarme acostar en el suelo de la cocina, te quedaré muy agradecido. Estoy demasiado cansado para seguir andando y si me rechazas habré de dormir a la intemperie.
A pesar de estas razones, la vieja no estaba bien dispuesta a acceder, mas por fin dijo a regañadientes:
—Bueno, quédate si quieres. No puedo ofrecerte una digna hospitalidad, pero entra y encenderé el fuego, que la noche es fría.
El peregrino se alegró al oír aquello. Se quitó las sandalias y entró en la choza. La vieja cogió unos sarmientos y encendió el fuego, invitando al huésped a calentarse.
—Después de tan largo viaje debes de estar hambriento —dijo la vieja—. Voy a prepararte una cena.
Puso a hervir un poco de arroz y cuando el sacerdote hubo comido, la vieja se sentó a su lado y estuvieron hablando largo rato. El peregrino se consideraba afortunado por haber encontrado una mujer tan buena y hospitalaria. Pronto se consumió la leña, se apagó el fuego y volvió el sacerdote a temblar de frío como cuando entró.
—Veo que tienes frío —observó la vieja—. Voy a salir a coger leña, pues se acabó la que teníamos. Quédate y vigila la casa mientras yo esté fuera.
—¡No —dijo el peregrino—, iré yo a buscar leña, que tú eres vieja y no puedo permitir que vayas a buscarla por mí, en una noche tan fría!
La vieja movió la cabeza diciendo:
—No te muevas de aquí, que por algo eres mi huésped.
Y dicho esto, salió. Al poco rato volvió para decir:
—Has de permanecer sentado sin moverte de ahí, y pase lo que pase, no te acerques ni mires al cuarto del fondo. ¡Mucho cuidado!
—Si dices que no me acerque al cuarto del fondo, no lo haré —prometió el sacerdote, algo intrigado.
Entonces la vieja se marchó definitivamente dejando solo al peregrino. La única luz de la casa era la de una linterna macilenta, porque el fuego se había apagado por completo. Por primera vez en toda la noche, le asaltó la idea de hallarse en una casa encantada y las palabras de la vieja prohibiéndole acercarse al cuarto del fondo, despertaron su curiosidad y le produjeron miedo.
¿Qué ocultaba en aquel cuarto que no quería que se acercarse? El recuerdo de su promesa lo mantuvo algún tiempo inmóvil, pero llegó un momento en que no pudo resistir su tentación de mirar el interior del cuarto prohibido.
Se levantó y se acercó lentamente al cuarto del fondo. De pronto, la idea de que la vieja se enfadaría mucho con él por no obedecerla le hizo volver a su puesto.
Pero como el tiempo transcurría con gran lentitud y la vieja no volvía, se apoderó de él un gran miedo y una irresistible curiosidad por ver qué ocultaba aquel cuarto. Debía descubrirlo.
«No sabrá que he mirado si no se lo digo. Echaré una mirada antes que vuelva», se dijo el hombre.
Se levantó y se acercó de puntillas. Con mano temblorosa empujó la puerta corredera y miró. Se le heló la sangre en las venas al ver aquello. En el cuarto había gran cantidad de huesos humanos. Las paredes estaban llenas de salpicaduras y el suelo cubierto de sangre. En un rincón se amontonaban los cráneos hasta el techo y, en otro, los huesos de los cuatro miembros. El hedor que despedía aquello quitaba el sentido, y horrorizado, muerto de miedo, cayó al suelo por no poder contenerse. En aquella posición permaneció largo rato, temblando y rechinando los dientes, incapaz de alejarse de aquella visión espeluznante.
—¡Qué horrible! —exclamó—. ¡En qué espantosa guarida he caído! ¡Si Buda no viene en mi auxilio estoy perdido! ¿Es posible que esa buena vieja sea realmente el trasgo antropófago? ¡Cuando vuelva se me presentará en su verdadera forma y me comerá de un bocado!
Esta idea le devolvió las fuerzas y, cogiendo el sombrero y la alforja, salió corriendo cuanto sus pies le permitían. Corría en la noche sin mirar dónde ponía los pues, pensando sólo en alejarse del antro del trasgo. No se había alejado mucho, cuando oyó pasos detrás de él y una voz que gritaba:
—¡Detente! ¡Detente!
Corrió redoblando la marcha, sin hacer caso, y a su espalda resonaban los otros pasos cada vez más cerca, hasta que reconoció la voz de la vieja, más recia cuanto más se acercaba:
—¡Detente! ¡Detente! Mal hombre, ¿por qué mirabas el cuarto prohibido?
El sacerdote olvidó del todo que estaba cansado y sus pies batían el suelo más veloces que nunca. El miedo le prestaba fuerzas, pues sabía que si llegaba a caer en poder del trasgo, sería una de sus víctimas. Con toda su alma repitió su oración a Buda:
—Namu Amida Butsu, Namu Amida Butsu.
Y tras él corría la espantosa bruja, con su cabello dado al viento y su rostro convertido en el de un demonio, ya que ella no era otra cosa. Llevaba en la mano un largo cuchillo ensangrentado y seguía rugiendo tras el sacerdote:
—¡Detente! ¡Detente!
Por fin, cuando el sacerdote ya no podía más con sus piernas, se hizo de día y con las tinieblas de la noche desapareció el trasgo y él se vió salvado. El sacerdote comprendió que se había encontrado con el Trago de Adachigahara, cuya historia oyera muchas veces sin creerla. Atribuyó su salvación a la protección de Buda cuyo favor había impetrado, y por tanto, cogió su rosario, inclinándose ante el Sol naciente, rezó sus oraciones en acción de gracias. Luego reanudó el viaje hacia otras comarcas, alejándose con satisfacción de aquella planicie habitada por un genio del mal."
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